A
veces me gusta pensar que los recuerdos conforman un sutil entramaje que nos
acerca a la eternidad, frágiles y moldeables, nuestra consciencia puede
manipularlos a su antojo con tal de preservar en el presente aquella parte de la memoria que por
capricho o voluntad deseamos que permanezca intacta al paso del tiempo.
Otros,
sin embargo, y de forma deliberada somos capaces de arrinconarlos en el
escondrijo más oculto de la
mente , volviéndolos cada vez más opacos e imprecisos,
cerrando prácticamente la puerta de
su presencia, como si nunca hubieran existido.
Hasta
que de pronto, un día cualquiera, uno de esos insignificantes acontecimientos
de los que ocurren mil en una jornada, nos parapeta de bruces contra la vida olvidada , y un recuerdo
entonces aparece como una oruga con dientecillos afilados, constante y firme,
inyectándonos una dosis de sensaciones que creíamos ya relegadas para siempre.
Son
las sombras del tiempo que, aunque no lo deseemos, superan cualquier batalla,
totalmente ajenas a nuevas experiencias, a ignoradas subidas y bajadas, a
sucesos inesperados, a recientes y actuales caricias, a besos y abrazos. Es la faceta más traicionera de la memoria , con su facultad
de recuperar de un golpe la proyección del
tiempo en todas sus dimensiones.
Es
entonces cuando encuentro mi propia complicidad, transformando lo real en
falso, o quizá sea al contrario, ya que algo inexistente no puede ser cierto,
pues en cualquier caso ni mi presente físico y espiritual es ya el mismo, ni
siquiera soy la misma
que era ayer o la que seré
mañana, ni los hechos, el paisaje, las emociones, ni siquiera el mismo aire,
serán nunca igual.
Amparo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario