sábado, 2 de febrero de 2013

DIVAGUE



A veces me gusta pensar que los recuerdos conforman un sutil entramaje que nos acerca a la eternidad, frágiles y moldeables, nuestra consciencia puede manipularlos a su antojo con tal de preservar en el presente aquella parte de la memoria que por capricho o voluntad deseamos que permanezca intacta al paso del tiempo.
Otros, sin embargo, y de forma deliberada somos capaces de arrinconarlos en el escondrijo más oculto de la mente, volviéndolos cada vez más opacos e imprecisos, cerrando prácticamente la puerta de su presencia, como si nunca hubieran existido.
Hasta que de pronto, un día cualquiera, uno de esos insignificantes acontecimientos de los que ocurren mil en una jornada, nos parapeta de bruces contra la vida olvidada, y un recuerdo entonces aparece como una oruga con dientecillos afilados, constante y firme, inyectándonos una dosis de sensaciones que creíamos ya relegadas para siempre.
Son las sombras del tiempo que, aunque no lo deseemos, superan cualquier batalla, totalmente ajenas a nuevas experiencias, a ignoradas subidas y bajadas, a sucesos inesperados, a recientes y actuales caricias, a besos y abrazos. Es la faceta más traicionera de la memoria, con su facultad de recuperar de un golpe la proyección del tiempo en todas sus dimensiones.
Es entonces cuando encuentro mi propia complicidad, transformando lo real en falso, o quizá sea al contrario, ya que algo inexistente no puede ser cierto, pues en cualquier caso ni mi presente físico y espiritual es ya el mismo, ni siquiera soy la misma que era ayer o la que seré mañana, ni los hechos, el paisaje, las emociones, ni siquiera el mismo aire, serán nunca igual.
Amparo.


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