Antes de abrir la puerta ya puedo verlos. El príncipe
merovingio le hace la corte a la reina Semíramis, y ésta le observa displicente
sonriendo para sus adentros, recostada sobre un lecho cubierto de flores de
lis. Hacia el este, el imponente peñón sobresale majestuoso como el lomo de una
bestia, inclinando el hocico hacia el mar donde cientos de naves se aprestan a
rodear la imponente roca. Velas de tonos iridiscentes relucen soberbias bajo
los rayos del sol, iluminando el rostro del joven ejército dispuesto a
manifestar su memoria en los siglos venideros.
Inclinado sobre la balaustrada, Leonardo rememora la escena.
Los cañones cristianos humeaban desde sus precarios emplazamientos, mientras un
torrente de hombres se apiñaba exhausto sobre las dañadas torres de la
fortaleza. Entre el vaporoso paisaje surge una extraña comitiva, un grupo de
monjes encapuchados cruza lentamente el Valle de Oro, abriéndose paso entre el
pensamiento de los futuros hombres.
El silbido de una flecha rasga la ardiente bruma del campo
sagrado, y esa corriente de aire derribó la verde vida que se elevaba hacia el
cielo. Ursus avanzaba, mientras Nostradamus escribía…
Sonrío pensando que las esferas siguen bailando en el
universo infinito, tal vez con la música de Queen, mágica, eterna.
Amparo.
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