EL NEGRITO
El murmullo de las voces apaga el monótono y perenne
canto del agua cayendo sobre la taza de la fuente, orgullosa de sentirse la
primera de verter agua en la ciudad, mientras la regordeta figura permanece
escondida tras los limoneros, alzada sobre su pedestal de piedra, observando
con sus ojos oscuros cuanto acontece en la cuadrada placita.
Las notas de un violín rasgan los sonidos de la noche
sumergiendo a las almas en un abismo de ilusiones humanas, y unos ojos se
cruzan con los ojos que le acompañan. Sonrisas provocadoras, arrastradas por
ambas melodías, la del agua y la música, llenan los sentidos de mil sensaciones
distintas, respirando el aire húmedo y caliente de la madrugada, e intuyendo en
ese mismo instante cuánto de felicidad puede contener un solo segundo.
En la plaza huele a azahar y a café, una simbiosis
perfecta para el espíritu enamorado; se observan emociones y se escuchan risas;
se mira y se deja mirar mientras una mano aprieta con orgullo la mano que la
sujeta; se tocan los corazones, apenas rozándolos con la punta de los dedos,
para preservar todo el encanto del momento; y se saborea con placer cada minuto
de encuentro transcurrido.
Remembranzas del pasado amparan cada instante de una
grata velada, en una noche bohemia y soñadora, casi silenciosa, evocadora de
tertulias y romances, y donde cerrando los ojos al crepúsculo, el viento
transporta un soplo de reminiscencias moras, cuajadas de aromas y armonías.
Y así, en esa conjunción perfecta de sentidos, es
cuando una mano roza con delicadeza una cintura, cuando un dedo se posa
suavemente sobre unos labios, y se escucha apenas, en un susurro, dos palabras
pronunciadas junto al oído.
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